El período más atroz del siglo conoció su música más grande. En la Alemania de Hitler algunos permanecieron en el país, como Richard Strauss, que colaboró con el régimen, y otros, como el director de orquesta Bruno Walter, tuvieron que exiliarse humillados por los nazis.
Que Europa quedara destrozada durante medio siglo por las dos grandes guerras no fue razón suficiente para que la música continuara alcanzando un formidable desarrollo. Alemania, una de las protagonistas esenciales de la contienda, prosiguió su glorioso camino iniciado con Bach y transitado luego por Mozart, Haydn, Beethoven, Mendelssohn, Schumann, Brahms, Bruckner, Wagner… para desembocar, en pleno hitlerismo, en una nueva explosión creativa que rompió con una tradición que ya se había tensionado hasta el límite en las últimas creaciones de la etapa romántica: la armonía tradicional.
Las dos figuras clave en esa dialéctica entre pasado y futuro, Richard Strauss y Arnold Schönberg, hijos no deseados pero muy queridos de Wagner, constituyen la base de este libro, que sin embargo no olvida que los nazis llegaron a otros países. A Francia y Hungría, por ejemplo, donde oficiaron Messiaen y Bartók, respectivamente. Figuras de culto, como la de Hans Pfitzner, o el gran listado que Hitler construyó con lo que sus servidores definieron como «músicos degenerados», forman parte de sus páginas, que también recalan en una parte de los intérpretes de primera línea que protagonizaron la vida musical en el área alemana durante el periodo nazi: los directores de orquesta que vivieron en sus propias carnes la debacle nacionalsocialista. De alguna manera, es un libro que complementa a Los músicos de Stalin, la anterior publicación del autor. La suma de ambos revela una buena parte de la grandeza musical del siglo XX.
PEDRO GONZÁLEZ MIRA Sinatra Berenice