Florent-Claude Labrouste tiene cuarenta y seis años, detesta su nombre y se medica con Captorix, un antidepresivo que libera serotonina y que tiene tres efectos adversos: náuseas, desaparición de la libido e impotencia.
Su periplo arranca en Almería –con un encuentro en una gasolinera con dos chicas que hubiera acabado de otra manera si protagonizasen una película romántica, o una pornográfica–, sigue por las calles de París y después por Normandía, donde los agricultores están en pie de guerra. Francia se hunde, la Unión Europea se hunde, la vida sin rumbo de Florent-Claude se hunde. El amor es una entelequia. El sexo es una catástrofe. La cultura –ni siquiera Proust o Thomas Mann– no es una tabla de salvación.
Florent-Claude descubre unos escabrosos vídeos pornográficos en los que aparece su novia japonesa, deja el trabajo y se va a vivir a un hotel. Deambula por la ciudad, visita bares, restaurantes y supermercados. Filosofa y despotrica. También repasa sus relaciones amorosas, marcadas siempre por el desastre, en ocasiones cómico y en otras patético (con una danesa que trabajaba en Londres en un bufete de abogados, con una aspirante a actriz que no llegó a triunfar y acabó leyendo textos de Blanchot por la radio…). Se reencuentra con un viejo amigo aristócrata, cuya vida parecía perfecta pero ya no lo es porque su mujer le ha abandonado por un pianista inglés y se ha llevado a sus dos hijas. Y ese amigo le enseña a manejar un fusil…
Nihilista lúcido, Michel Houellebecq construye un personaje y narrador desarraigado, obsesivo y autodestructivo, que escruta su propia vida y el mundo que le rodea con un humor áspero y una virulencia desgarradora. Serotonina demuestra que sigue siendo un cronista despiadado de la decadencia de la sociedad occidental del siglo XXI, un escritor indómito, incómodo y totalmente imprescindible. Michel Houellbecq Anagrama